jueves, 7 de abril de 2011

Una Aventura Diferente

                                                 


Todo comenzó en la tenebrosidad del crepúsculo, caracterizado por el persistente  aguacero  que dejaba  ver  entre  las gotas de lluvia copos de nieve. Fascinado por las condiciones meteorológicas que había, decidí ayudar a mi padre a preparar la comida para la mañana siguiente en la que comenzaría nuestra gran aventura.
Hacia el esbozo de la aureola nos despertamos para iniciar el viaje de ascenso a Sierra Nevada. Con todo el equipaje marchamos hacia nuestro destino. Cuando llegamos  a la parte baja de la cumbre, sobre unos cien metros, dejamos el coche y emprendimos el resto del camino a pie hasta nuestro objetivo, el segundo pico más alto de las cordilleras béticas, el veleta.
Con el transcurso de las horas, Miguel Ángel, Sergio y Diego decidieron acampar antes del ocaso. En menos de un día habían escalado mil metros y el cansancio hacia mella en sus cuerpos. Después de pasar toda la noche bajo la penumbra de una linterna mirando las manillas del reloj, sonó el despertador que ponía fin a la gélida pausa.
En torno a las siete de la mañana continuamos subiendo, pero un acontecimiento hizo que nos detuviéremos durante unas horas. El suceso fue mientras caminábamos por un asentamiento rico en flora donde residían diversas personas en una pequeña casa rural. Me hallaba ascendiendo un barranco cuando mi tío Sergio me llamó:-¡Miguel Ángel ven corriendo! Acto seguido eché a correr cayendo vertiginosamente por el camino, perdí la noción del tiempo durante unos segundos, sólo sabía  que me desmoronaba a media que seguía rodando y todo debido a una pequeña piedra con la que tropecé. Inmediatamente mi padre y mi tío bajaron a socorrerme, para mi sorpresa solo tenía algunos arañazos  y magulladuras en el rostro y un chaquetón lleno de hendiduras. Después de este altercado que nos retrasó más de lo previsto continuamos ascendiendo hasta los dos mil quinientos metros. Donde pudimos comprobar que ya no existía ninguna flora y el paisaje se fragmentaba como un desierto de mármol. Apenas cruzábamos miradas con viandantes, el único hombre que divisamos a lo lejos fue un señor mayor con un mísero aspecto acompañado de su noble compañero, un burro.
Por la tarde, a una altura de unos dos mil seiscientos metros decidimos  detenernos durante unas horas para comer y admirar la hermosura de unas increíbles vistas, cuando en cuestión de segundos el  firmamento se cargó de nubarrones que dio lugar a una fuerte e imprevista nevada.
La única compañía que teníamos en esas duras horas era aquel manto blanco que nos cubría parcialmente. Llegada la oscuridad decidimos acampar en un altiplano. Después de una noche más fría que la anterior continuamos con nuestra gran afición. Esa mañana de octubre con su espesa niebla, la solidificada nieve y el incesante viento dificultó gravemente nuestro ascenso.
Llegados a los tres mil metros vimos un rebaño de cabras salvajes y junto a ellas un pequeño lago con apenas vida. A medida que seguíamos subiendo el oxígeno era más escaso condicionando una escalada más paulatina. Aún así ese día llegamos a la cima. Una vez allí dormimos en lo alto, hipnotizados por las inmejorables vistas desde las que pudimos contemplar parte de nuestro municipio. A la mañana siguiente con nostalgia iniciamos el descenso que resultó más complejo que la subida.
Pasamos horas y horas caminando para llegar lo antes posible, pero por la tarde Diego vio a lo lejos una pequeña cueva y envuelto por la curiosidad se dirigió hacia ella. Poco después mi tío y yo le seguimos. En ninguna de mis anteriores visitas a cavernas había visto algo igual. Ésta estaba completamente oscura, cubierta de estalactitas, extrañas pinturas y en su interior se oían resonar gotas de agua que provenían de un pequeño riachuelo. Prendidos por su conjunto excepcional acampamos la última noche allí. Al amanecer  sólo Miguel Ángel se hallaba en el interior de la tienda de campaña. Horrorizado salió en búsqueda de su tío y su padre, pero para su sorpresa ambos estaban a pocos metros, contemplando una pequeña mezquita que albergaba una magnífica y bella obra de arte, la Virgen de las Nieves.
Después volvieron a la caverna y allí con consternación ojearon una elegante silueta que resultó ser la de una apuesta y joven mujer perdida apenas unas semanas cuando se desvió de su ruta. Miguel  Ángel al verla corrió a hablar con ella. Mar aterrorizada en un principio se escondió de él. Más tarde apareció dentro de la tienda de campaña buscando comida.
En aquel mismo instante nuestras miradas se unieron y desde entonces nuestros sueños, ilusiones, sonrisas caminan juntas. En este viaje he aprendido a valorar los detalles de las cosas que hacemos y después de quince años con María del Mar comprendí que quería vivir en la cima de la montaña, pero  toda la felicidad la encontré mientras la escalaba.

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